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Las elecciones son, en esencia, el mecanismo más potente que tiene una democracia para garantizar legitimidad. Pero cuando una elección se anula por razones jurídicas de fondo —como la doble militancia o el trasteo de votos—, lo que se abre no es solo un nuevo proceso, sino una crisis institucional. Si el sistema permite que quien ocasionó esa nulidad vuelva a postularse sin restricciones, se genera un vacío de seguridad jurídica que debilita la confianza ciudadana y expone al Estado a costos económicos, políticos y sociales que ninguna región debería asumir dos veces por el mismo error y para satisfacer intereses personales.
En los últimos meses, han sido varias las decisiones judiciales que, en procesos electorales, han capturado la atención del país. Hoy nos vamos a referir a la reciente elección atípica del alcalde de Oiba, Santander, Elkin Alfonso Reyes, quien fue inicialmente anulado por trasteo de votos, se volvió a postular en la jornada extraordinaria, resultó elegido nuevamente y deberá enfrentar una nueva demanda de nulidad.
Este caso, aunque distinto en contexto, coincide en lo esencial con el caso del Gobernador Gallardo en San Andrés, Isla. Donde ya se ha anunciado una jornada de elecciones atípicas. Lo que nos obliga a detenernos a examinar la evidente laguna jurídica y el riesgo sistémico en el diseño y control del proceso electoral colombiano.
Una pregunta sin resolver:
El caso de Oiba ha puesto de manifiesto un vacío normativo que se convierte en amenaza para la seguridad jurídica. Aunque la anulación de una elección conlleva la pérdida del cargo y la revocatoria de la credencial, no hay una disposición expresa en la legislación electoral que prohíba automáticamente la reinscripción del mismo candidato en la elección atípica que se convoca para cubrir la vacancia originada por su propia nulidad. Este hecho, paradójico desde todo punto de vista, genera una contradicción estructural con los principios de moralidad, igualdad y transparencia electoral.
En el caso concreto de Oiba, pese a que organismos como la Procuraduría General de la Nación, el Consejo Nacional Electoral y la Registraduría habían advertido a la Comisión Escrutadora sobre la improcedencia de declarar como alcalde a un candidato cuya elección ya había sido anulada, esta persistió en oficializar su victoria. El proceso será nuevamente demandado, y su desenlace podría convertirse en una jurisprudencia crucial para el país.
Desde el punto de vista del derecho público, la inhabilidad para ser elegido no debe interpretarse únicamente desde el plano sancionatorio, sino también en su dimensión preventiva. Permitir que una persona cuya elección fue anulada por violar reglas esenciales del proceso electoral pueda presentarse nuevamente vacía de contenido la sanción misma, mina la fuerza normativa de las decisiones judiciales y da un mensaje equivocado a la ciudadanía: que las reglas son elásticas y las consecuencias, reversibles.
Además, se crea un escenario incierto para el control jurisdiccional. El Consejo de Estado, al pronunciarse sobre la primera nulidad, no está impidiendo expresamente la segunda postulación, pero tampoco existe un mecanismo eficaz que obligue al Consejo Nacional Electoral a verificar en tiempo real la existencia de estas restricciones. Se judicializa el proceso de manera reactiva, no preventiva.
Más allá del análisis jurídico, cada elección anulada representa una carga que no siempre se cuantifica:
En regiones como San Andrés y Oiba, donde las condiciones de gobernabilidad ya enfrentan retos históricos, estos hechos no son meros episodios legales. Son fracturas que debilitan la relación entre el ciudadano y la democracia, socavan el sentido del voto como herramienta de cambio, y prolongan estados de interinidad institucional que paralizan el desarrollo local.
Urge una reforma al régimen de inhabilidades que contemple la prohibición expresa de participación en elecciones atípicas cuando la vacancia haya sido provocada por nulidad derivada de faltas sustanciales del candidato. Igualmente, se requiere una actuación más coordinada de los organismos electorales, para que los instructivos emitidos no se interpreten como simples recomendaciones sino como marcos vinculantes para evitar el prevaricato por omisión o extralimitación de funciones.
El país no puede seguir financiando democracias defectuosas. Las reglas del juego deben ser claras, uniformes y coherentes con los principios que las sustentan. Y sobre todo, deben garantizar que quienes aspiran a ocupar cargos públicos lo hagan desde el respeto absoluto por la legalidad.
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